“Que el fuego no se apague”: El Espíritu Santo y el altar encendido de Dios
- Andres Espinoza
- 4 may
- 3 Min. de lectura
Una exhortación pastoral a vivir en la llama de la presencia divina

Introducción: Un fuego que Dios encendió
Cuando Pablo escribió a los creyentes de Tesalónica:
“No apaguéis el Espíritu.” (1 Tesalonicenses 5:19)
No lo hacía en un vacío doctrinal ni con una frase emocional. Lo hacía con la memoria de Levítico en su mente y corazón. Su exhortación está enraizada en la profunda teología del culto del Antiguo Testamento, donde el fuego del altar, encendido por Dios, debía arder sin cesar. Esta imagen se convierte en figura de la obra continua del Espíritu Santo en la vida del creyente y de la iglesia.
La conexión entre Levítico 6:13 y 1 Tesalonicenses 5:19 es más que literaria: es una unidad teológica que nos llama a la vigilancia espiritual, a la adoración sincera y a la santidad constante.
I. El fuego santo en Levítico: Encendido por Dios, sostenido por los sacerdotes
“El fuego arderá continuamente en el altar; no se apagará.”
(Levítico 6:13)
Cuando el culto sacrificial fue inaugurado, Dios mismo envió fuego desde el cielo para consumir el holocausto (Lev 9:24). Fue su señal de aprobación y presencia. Ese fuego no debía apagarse jamás. El deber del sacerdote era alimentarlo cada día, limpiarlo, vigilarlo, y asegurarse de que nunca se extinguiera.
Apagar ese fuego no solo era negligencia. Era profanación del altar, olvido del pacto, abandono del culto verdadero. El fuego representaba la presencia activa, santa y purificadora de Dios en medio de su pueblo.
II. El Espíritu Santo como fuego vivo: “No apaguéis el Espíritu”
En 1 Tesalonicenses 5:19, Pablo emplea una imagen paralela:
“No apaguéis el Espíritu.”
Este imperativo aparece en un contexto de exhortaciones que rodean la vida congregacional: alegría, oración, gratitud, discernimiento profético, santificación, y fidelidad al evangelio (vv. 16–24). Todo ello forma parte de la acción del Espíritu Santo, quien es descrito aquí como un fuego que puede ser apagado si no se cultiva adecuadamente.
El Espíritu es el que:
Santifica (v. 23)
Produce gozo, oración y gratitud (vv. 16–18)
Habla por medio de la Palabra viva (v. 20)
Guarda al creyente hasta el día de Cristo (v. 23)
Apagar el Espíritu no significa perder la salvación, sino resistir, entristecer y entorpecer su obra en nuestra vida personal y en la iglesia. Es lo mismo que dejar morir el fuego del altar en tiempos de Israel.
III. ¿Cómo se mantiene ardiendo el fuego del Espíritu?
Así como el sacerdote debía alimentar el altar con leña y vigilancia constante, el creyente debe alimentar la llama del Espíritu con los medios de gracia:
1. La Palabra de Dios: fuego que arde en el corazón
“¿No ardía nuestro corazón… mientras nos abría las Escrituras?”
(Lucas 24:32)
Cristo mismo enciende el corazón por medio de su Palabra viva. Sin Escritura, el fuego se apaga.
2. La oración ferviente
“Orando en todo tiempo en el Espíritu…”
(Efesios 6:18)
La oración no enciende el fuego, pero lo mantiene avivado. Es comunión real con el Dios que habita en nosotros.
3. La obediencia humilde
“No contristéis al Espíritu Santo de Dios…”
(Efesios 4:30)
Desobedecer, guardar pecado, endurecer el corazón… todo eso contrista y enfría el fuego.
4. La comunión fraternal viva y edificante
“Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras.”
(Hebreos 10:24)
El Espíritu no obra solo en lo privado: habita en la iglesia. Y cuando la unidad se enfría, el fuego se apaga.
IV. Apagar el Espíritu: consecuencias y señales
Apagar el Espíritu es como abandonar el altar. Algunas señales de que el fuego se ha apagado:
Enfriamiento en la oración
Ausencia de gozo en Cristo
Pérdida de sensibilidad a la Palabra
Falta de amor y perdón entre hermanos
Confianza en la forma externa, sin fuego interior
El peligro no es solo personal: cuando la iglesia como cuerpo deja de guardar el fuego, cae en liturgias vacías, divisiones internas, y testimonio sin poder.
V. Conclusión: Que el fuego nunca se apague
Dios encendió el fuego.
Cristo lo alimenta con su gracia.
El Espíritu lo mantiene vivo.
Y nosotros debemos vigilar para que nunca se apague.
“No apaguéis el Espíritu.”
“No se apagará el fuego sobre el altar.”
¡Que nuestros corazones sean altares encendidos por Dios!
Que la iglesia arda en amor, verdad, oración y comunión.
Que vivamos como ofrendas vivas, encendidas por la gloria del Cordero.
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