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Cuando creer deja de ser confiar: la fe que se delega deja de ser fe

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En la raíz de toda verdadera reforma no hay una rebelión institucional, sino una liberación de la conciencia. Desde los días de Lutero hasta hoy, el clamor del alma regenerada ha sido el mismo: “Mi conciencia está cautiva a la Palabra de Dios.”Esa frase no fue un grito de independencia, sino una confesión de sujeción —no a los hombres, sino a Cristo mismo.


La conciencia cristiana no es un tribunal autónomo, sino un santuario donde el Señor del alma ejerce su dominio. Por eso, la Confesión de Fe de Westminster (20.2) declara con precisión magistral:

“Dios solo es Señor de la conciencia, y la ha dejado libre de las doctrinas y mandamientos de hombres que, en cualquier cosa, sean contrarios a Su Palabra o que no estén contenidos en ella.”

Esta afirmación no nace del orgullo protestante, sino del Evangelio mismo. Solo aquel que ha sido redimido por la sangre de Cristo puede ser verdaderamente libre. Su conciencia ya no responde al eco de una institución ni a la voz fluctuante de la cultura, sino a la Palabra viva que el Espíritu aplica en el corazón.


Pero cuando la Iglesia sustituye esa voz directa del Señor por la autoridad de un magisterio infalible, el alma creyente ya no oye al Pastor, sino a sus intérpretes. Y cuando la fe se delega, deja de ser fe.


Este artículo busca explorar esa realidad: cómo la sustitución de la conciencia personal por la voz institucional —en el sistema romano y en toda forma de clericalismo moderno— representa no solo una distorsión del Evangelio, sino una renuncia práctica a la suficiencia de Cristo.


I. La libertad de la conciencia y el señorío de Cristo


La verdadera libertad de conciencia no comienza con la independencia del pensamiento, sino con la dependencia del Mediador. El alma humana no fue creada para la autonomía, sino para la obediencia. La pregunta no es si nuestra conciencia tendrá un señor, sino quién será ese señor.


Cuando la Escritura proclama que “Dios solo es Señor de la conciencia” (CFW 20.2), está afirmando una verdad profundamente cristológica: Cristo reina sobre la conciencia porque Él la redimió con su sangre.Antes de la cruz, nuestra conciencia estaba cautiva al pecado, al miedo y al juicio. Pero el Evangelio anuncia que, por la obra consumada del Mediador, el creyente ya no vive bajo tutores humanos, sino bajo el gobierno directo del Espíritu de Cristo (Gálatas 4:4–7).


Por eso, la libertad de conciencia no es el derecho de creer cualquier cosa, sino la gracia de poder creer lo que Dios ha dicho.El Espíritu Santo no emancipa la mente para que invente su verdad, sino para que escuche, entienda y obedezca la verdad revelada. Esta es la paradoja gloriosa del Evangelio: somos más libres cuanto más nos sometemos al Señorío de Cristo.


La fe reformada siempre ha sostenido que el creyente responde ante Dios por lo que cree. No puede trasladar esa responsabilidad a un concilio, a un sínodo ni a una tradición. Así lo enseña el apóstol Pablo:

“Cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (Romanos 14:12).

Este “de sí” es el fundamento de toda libertad cristiana. Nadie puede creer por otro, así como nadie puede arrepentirse por otro. La conciencia redimida escucha la voz del Buen Pastor y responde directamente a Él (Juan 10:27).


En esa comunión viva, la Palabra gobierna, el Espíritu ilumina y Cristo reina. Allí donde la conciencia se somete a esa triple acción divina, el creyente puede decir con integridad: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí.”



II. Roma y la renuncia de la conciencia


La historia del cristianismo puede leerse, en buena parte, como una larga batalla por la conciencia. Cuando el alma humana olvida que Cristo es su único Señor, busca inevitablemente otro trono donde postrarse. Y ningún sistema religioso ha institucionalizado mejor esa sustitución que el catolicismo romano.


El Concilio Vaticano II lo reafirmó sin rodeos (Dei Verbum, 10):

“La tarea de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, escrita o transmitida, ha sido confiada únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia.”

Con esas palabras, la Iglesia romana no solo reclama autoridad interpretativa, sino que se coloca entre Dios y la conciencia del creyente. El individuo ya no se postra ante la voz directa de la Escritura, sino ante su interpretación oficial. Así, la conciencia se convierte en una vasalla, no del Espíritu, sino de una institución que se autoproclama infalible.


Pero la Palabra de Dios no delega su autoridad, ni Cristo comparte su trono.

El mismo Señor que dijo “Mis ovejas oyen mi voz” (Juan 10:27) no añadió “…a través del Magisterio”. El creyente oye, discierne y obedece porque el Espíritu Santo, no un colegio episcopal, es quien abre el corazón (Hechos 16:14).


La renuncia de la conciencia personal a un magisterio externo es, en el fondo, una renuncia al Espíritu de adopción. El cristiano deja de caminar por fe y comienza a vivir por delegación. Ya no examina la Escritura, sino que la recibe por decreto. Y lo que fue diseñado como un encuentro con el Dios vivo se convierte en dependencia institucional.


Sin embargo, el Evangelio no libera al hombre para dejarlo solo: lo une directamente a Cristo. Esa unión —no la mediación clerical— es la fuente de toda certeza espiritual.Cuando la Iglesia sustituye al Espíritu por su jerarquía, confunde su vocación: deja de ser testigo del Mediador para convertirse en mediadora de su testimonio.


Por eso, cada vez que Roma reclama hablar “con autoridad apostólica”, el creyente reformado recuerda con humildad pero con firmeza:

“Dios solo es Señor de la conciencia.”


III. La fe delegada: cuando creer deja de ser confiar


El Evangelio llama al hombre a creer, no por sustitución, sino por comunión. La fe bíblica no es una cesión intelectual a una autoridad externa, sino una respuesta viva al llamado del Dios que habla. Por eso, la Escritura no dice “el justo vivirá de la tradición”, sino “el justo vivirá por la fe” (Romanos 1:17).


La fe delegada —esa en la que el creyente confía en la Iglesia en lugar de confiar en Cristo— puede parecer segura, pero en realidad es una forma refinada de incredulidad. Porque quien cree “porque la Iglesia lo dice”, no ha creído aún a Dios que habla en Su Palabra, sino al hombre que interpreta Su voz. Y en el mismo instante en que la confianza se traslada del Mediador al magisterio, el alma deja de mirar a Cristo para mirar a sus representantes.


La Biblia enseña que la fe auténtica implica tres elementos inseparables:


  1. Notitia —el conocimiento del mensaje divino.

  2. Assensus —el asentimiento intelectual a su verdad.

  3. Fiducia —la confianza personal y afectiva en Cristo.


El sistema romano puede conceder los dos primeros, pero niega el tercero. Admite que el creyente conozca la verdad y la afirme, pero le impide confiar directamente en Cristo sin intermediarios. Así, la fe deja de ser relación personal con el Salvador para convertirse en obediencia institucional a la Iglesia.


Sin embargo, el Evangelio insiste:

“Cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (Romanos 14:12).“Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5).

Estas dos afirmaciones —responsabilidad personal y mediación exclusiva— son los pilares de la fe reformada. Ninguna institución puede creer por otro; ningún sacerdote puede transferir confianza; ningún concilio puede sustituir al Espíritu. La fe es un acto personal del alma regenerada que se abandona, no en un sistema, sino en una persona: el Cristo vivo.


La fe delegada puede mantener una apariencia de piedad, pero en el fondo es la fe del esclavo, no la del hijo. El esclavo obedece por mandato; el hijo confía por amor.Y allí radica la diferencia entre religión y Evangelio: la religión exige mediadores; el Evangelio ofrece al Mediador.


Solo cuando la conciencia, liberada por la gracia, aprende a decir con confianza “Creo, Señor; ayuda mi incredulidad” (Marcos 9:24), vuelve a escuchar la voz que realmente salva.


IV. La incoherencia del proselitismo romano


El Evangelio no conquista por imposición, sino por convicción. Su fuerza no reside en la coacción de una autoridad infalible, sino en la persuasión del Espíritu que abre el corazón (Hechos 16:14). Por eso, cuando una institución pretende ser el canal exclusivo de la verdad, su predicación deja de ser evangelización y se convierte en reclutamiento religioso.


Roma comparte su fe llamando a la comunión con su magisterio; el Evangelio, en cambio, llama a la comunión directa con Cristo.


No se trata de negar el celo, sino de discernir el fundamento.


Si la fe se apoya en una autoridad infalible distinta de la Palabra, ya no surge del oír a Cristo, sino del dictamen humano.


Y quien ha renunciado a pensar y discernir delante de Dios no puede invitar a otros a hacerlo; solo puede llamarles a someterse al mismo poder que lo domina.


Por eso, la Reforma discernió que en Roma la conversión se vuelve institucional: no se trata de un alma que pasa de las tinieblas a la luz, sino de una mente que pasa de una obediencia a otra. Y una fe transferida de una conciencia a una jerarquía ya no es fe en Cristo, sino fe en la Iglesia.


El apóstol Pablo describe otra dinámica, completamente distinta:

“La fe viene por el oír, y el oír, por la palabra de Cristo” (Romanos 10:17).

Aquí no hay lugar para intermediarios. La Palabra, cuando es predicada, lleva en sí misma el poder de convencer, regenerar y consolar. El Espíritu no necesita sello institucional para obrar; el testimonio del Evangelio es suficiente porque su Autor lo es.


Así, el testimonio reformado sigue siendo tan contracultural hoy como en el siglo XVI: La fe cristiana no se impone, se propone; no se administra, se anuncia; no se transmite por decreto, sino por el Espíritu.


El alma que ha sido cautivada por la voz de Cristo no puede delegar su conciencia, porque la fe viva no admite sustitutos.Como dijo Calvino:

“La conciencia del creyente no encuentra descanso hasta que se eleva por encima de los hombres y se apoya solo en Dios.”


Conclusión: La conciencia cautiva a la Palabra


La Reforma no nació de un impulso político, ni de una protesta cultural.Nació del despertar de una conciencia que, al leer la Escritura, descubrió que Cristo basta. Martín Lutero no se rebeló contra una institución; se rindió ante un Señor. Por eso, pudo decir ante el emperador y los príncipes:

“Mi conciencia está cautiva a la Palabra de Dios.No puedo ni quiero retractarme de nada,porque ir contra la conciencia no es ni seguro ni correcto.”

Esa declaración no fue un acto de orgullo, sino de sumisión. La conciencia cristiana no es soberana, pero tampoco es esclava: es libre porque tiene un solo Señor.El creyente reformado no necesita un magisterio infalible, porque tiene una Escritura suficiente; no necesita un mediador institucional, porque tiene un Mediador perfecto.


Cuando la Iglesia vuelve a decir “Solo Cristo”, no está repitiendo un lema del siglo XVI, sino confesando la verdad eterna que sostiene su existencia.Cristo es la Palabra que libera la conciencia, el Mediador que reconcilia al culpable y el Señor que gobierna el corazón.


Toda pretensión de sustituir Su voz por la voz de una jerarquía, o de delegar la fe en una autoridad humana, es volver a la cautividad espiritual de la que Él nos rescató. Por eso, toda verdadera Reforma comienza aquí:cuando una conciencia, iluminada por la Palabra, deja de preguntar “¿Qué dice la Iglesia?” y empieza a clamar con reverente temblor:

“¿Qué dice el Señor?”

Solo entonces la fe vuelve a ser fe,la gracia vuelve a ser gracia,y Cristo vuelve a ser Cristo solo.



 
 
 

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