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Solo Cristo: El Mediador Suficiente y el Evangelio que no Admite Intermediarios

“Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre.” (1 Timoteo 2:5)


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Hay verdades que no solo informan la mente, sino que definen el alma de la Iglesia.Entre ellas, ninguna brilla con tanta fuerza como Solus Christus —Cristo solo.Esta no es una fórmula teológica más entre otras; es el eje de toda la fe cristiana, el corazón que da vida al cuerpo de la doctrina.Porque si la Escritura es la lámpara, Cristo es la luz que ella refleja;si la gracia es el camino, Cristo es el que lo recorre y lo cumple;si la fe es la mano vacía que recibe, Cristo es el don recibido.

El cristianismo no comienza con un llamado al deber, sino con una declaración de suficiencia:

“Consumado es.” (Jn. 19:30)

Todo lo que el hombre necesita para ser reconciliado con Dios fue cumplido en Cristo —sin suplemento humano, sin mérito añadido, sin mediaciones secundarias. En el instante en que Cristo deja de ser suficiente, el Evangelio deja de ser Evangelio.


Por eso, a lo largo de la historia, cada vez que la Iglesia ha intentado añadir algo a Cristo —sea rito, institución o experiencia—, ha terminado restándole su gloria.Y cada vez que ha vuelto a la verdad de que Cristo es Dios con nosotros, no Dios a través de nosotros, ha redescubierto la libertad del Evangelio.


Esta es la verdad que el Concilio de Jerusalén defendió implícitamente,que Pablo articuló doctrinalmente,que los reformadores redescubrieron con lágrimas y fuego,y que hoy debemos volver a confesar con convicción y ternura:

Cristo solo salva, y su mediación no necesita intermediarios.

I. El Punto de Quiebre: Cristo, ¿por nosotros o a través de nosotros?


A lo largo de la historia de la Iglesia, casi todas las distorsiones del Evangelio han comenzado con una misma tentación: hacer de Cristo un principio necesario, pero no suficiente.Roma lo hizo al convertir su gracia en cooperación; el evangelicalismo moderno lo hace al subordinarla a la experiencia; la Nueva Perspectiva sobre Pablo lo repite al reducir la fe a lealtad comunitaria. En cada caso, el resultado es el mismo: el hombre vuelve a colocarse en el centro del drama redentivo, no como receptor, sino como coautor.


La pregunta que subyace a todas estas desviaciones es esta:

¿Cristo es el Mediador que actúa por nosotros, o el modelo que opera a través de nosotros?

Si Cristo solo “abre un camino” que nosotros debemos completar, su obra ya no es redentora sino ejemplar. Se convierte en un símbolo, no en un sustituto.Pero si Él verdaderamente es Dios con nosotros, entonces todo lo que hace —vivir, obedecer, morir y resucitar— lo hace en nuestro lugar y a nuestro favor.Ese es el nervio del Evangelio reformado: la mediación de Cristo no es una posibilidad ofrecida, sino una obra consumada.


1. El error que amenaza desde dentro


La historia de la teología cristiana puede leerse como un constante vaivén entre dos polos:


  • Cristo suficiente, que exalta la gracia soberana,

  • y Cristo cooperativo, que mezcla la gracia con el mérito.


El segundo siempre parece más razonable al oído humano, porque halaga el instinto religioso: “Dios hace su parte, y yo hago la mía.” Pero ese equilibrio aparente es, en realidad, la raíz de todo legalismo.Donde el hombre comparte la gloria, la cruz se vacía de poder.


Esta tentación es visible ya en los Hechos de los Apóstoles. Algunos creyentes de trasfondo fariseo afirmaban que los gentiles debían circuncidarse y guardar la Ley de Moisés para ser salvos. No negaban a Cristo, pero lo hacían insuficiente: Cristo más algo.Por eso el Concilio de Jerusalén (Hech. 15) fue una defensa temprana del Solus Christus:

“Creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos.” (v. 11)

La frase de Pedro contiene la semilla de toda teología reformada: si Cristo salva por gracia, todo intento humano de añadir condiciones se convierte en una negación del Evangelio.


2. La mediación perfecta frente a las mediaciones humanas


Toda religión inventada por el hombre necesita mediaciones visibles: templos, sacerdotes, ritos, normas.Pero el Evangelio apostólico anunció algo revolucionario: el Mediador mismo se ha hecho accesible.Ya no hay un camino al Mediador; el Mediador es el camino (Jn. 14:6).


Cristo no viene a mostrarnos cómo acercarnos a Dios; Él es la cercanía de Dios misma.Por eso el apóstol Pablo afirma que “en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis completos en Él” (Col. 2:9–10). Nada falta, nada puede añadirse.Cada intento de prolongar o canalizar su mediación —sea mediante una jerarquía, una experiencia o un sistema— implica que su obra quedó incompleta.


La Iglesia verdadera no es mediadora de la gracia, sino su testigo y servidora. Es el cuerpo que proclama, no el órgano que distribuye. La salvación no fluye de la Iglesia, sino que la Iglesia misma existe porque ha sido salvada.


3. De la suficiencia de Cristo nace la libertad del creyente


Cuando el alma comprende que Cristo no solo murió por ella, sino que vivió en su lugar, se disuelve toda ansiedad espiritual.Ya no hay mérito que mantener ni deuda que pagar.El creyente puede descansar, no en lo que siente ni en lo que hace, sino en lo que Cristo ya ha hecho perfectamente.


Este es el fundamento de la libertad cristiana: la certeza de que la obra de Cristo no depende de nuestra cooperación, sino que produce nuestra transformación.Las buenas obras no son el camino hacia la aceptación, sino el fruto inevitable de haber sido aceptados.


Por eso la Reforma no fue un movimiento ético ni institucional, sino profundamente cristológico:no buscaba reformar estructuras, sino recolocar a Cristo en el centro del Evangelio.El reformador no quiso cambiar la Iglesia por simple inconformidad, sino porque la Iglesia había desplazado al Salvador.


4. Conclusión del punto: el quiebre definitivo


Aquí radica el punto de quiebre que define toda ortodoxia:

  • Si Cristo es “Dios con nosotros”, su mediación es suficiente, eficaz y exclusiva.

  • Si Cristo es “Dios a través de nosotros”, su mediación queda subordinada a nuestra fidelidad.


El primero es el Evangelio; el segundo, religión. En el primero, el hombre se postra; en el segundo, coopera. En el primero, Cristo es todo; en el segundo, Cristo es el comienzo.

El verdadero cristianismo, desde los apóstoles hasta los reformadores, ha sostenido una sola confesión:

Cristo no solo es el único Mediador, sino el Mediador suficiente.

Su vida perfecta nos es imputada, su muerte nos justifica, su resurrección nos une a Dios. No hay otro nombre, ni otro canal, ni otro mérito.Todo lo que el Padre quiso darnos, lo dio en Él.



II. El Concilio de Jerusalén: El Principio Eterno en Forma Histórica


El relato de Hechos 15 no es simplemente una anécdota de conflicto eclesial, ni un precedente de diplomacia teológica. Es, en realidad, el momento donde el Espíritu Santo conduce a la Iglesia naciente a confesar explícitamente el principio de la gracia sola y de la mediación suficiente de Cristo. Allí se pone a prueba el corazón del Evangelio. Lo que estaba en juego no era la circuncisión como ritual, sino la suficiencia de Cristo como Redentor.


1. La crisis: la tentación perpetua de añadir algo a Cristo


El problema surgió en Antioquía, la primera gran comunidad gentil. Algunos creyentes provenientes del judaísmo enseñaban:

“Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos.” (Hch. 15:1)

A primera vista, el argumento parecía piadoso. Nadie negaba a Cristo; solo se añadía una condición más.Pero ese “más” era, en realidad, una negación del Evangelio mismo.Porque si la circuncisión —o cualquier obra humana— se vuelve requisito para ser aceptado por Dios, entonces Cristo dejó de ser suficiente. No se trataba de un asunto cultural, sino teológico: ¿basta la obra del Hijo, o necesita la ayuda del hombre?

Pablo y Bernabé comprendieron de inmediato la gravedad de esta distorsión. No se trataba de una diferencia de prácticas, sino de una redefinición de la gracia. Por eso, dice Lucas, “tuvieron no poca discusión y contienda” (v. 2). El Evangelio no admite negociación, porque su esencia no es gradual ni compartida. Cristo no salva en cooperación, salva en sustitución.


2. La reunión: la Iglesia guiada a confesar lo eterno


En Jerusalén, los apóstoles y ancianos se reúnen para discernir el asunto. Allí se oyen tres voces decisivas, que marcarán el curso de la teología apostólica:

Pedro, recordando su experiencia con Cornelio (Hch. 10–11), afirma que Dios ya había mostrado su veredicto:

“Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio dándoles el Espíritu Santo, lo mismo que a nosotros… y no hizo diferencia entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones.” (Hch. 15:8–9)

El argumento es profundamente teológico: la fe, no el rito, es el medio de purificación. El Espíritu mismo, al descender sobre los gentiles sin circuncisión, proclamó que la gracia no necesita mediaciones rituales.


Luego, Pablo y Bernabé narran cómo Dios había obrado entre los gentiles, confirmando con señales y conversiones que la fe en Cristo era suficiente para la salvación. La evidencia misionera se convierte en testimonio teológico: donde el Evangelio es predicado y creído, el Espíritu opera sin requisitos previos.

Finalmente, Jacobo (Santiago), con autoridad pastoral, cita al profeta Amós (9:11–12):

“Después de esto volveré y reedificaré el tabernáculo de David… para que el resto de los hombres busque al Señor, y todos los gentiles sobre los cuales es invocado mi nombre.”

Jacobo interpreta la historia redentiva: la restauración del “tabernáculo de David” es la expansión mesiánica del reino de Cristo. La inclusión de los gentiles no es una innovación, sino el cumplimiento de la promesa. La gracia no está reemplazando al pacto antiguo; está revelando su sentido pleno.


3. El resultado: una decisión pastoral fundada en una verdad eterna


El concilio concluye enviando una carta a las iglesias gentiles. En ella, los apóstoles confiesan que no quieren “poner más carga” sobre los creyentes, salvo algunas normas de convivencia para evitar tropiezos (Hch. 15:28–29). Pero detrás de esa carta pastoral late una declaración teológica de proporciones eternas:

“Creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos.” (v. 11)

Pedro no dice “ellos como nosotros”, sino “nosotros como ellos”. Esa inversión no es casual: el modelo de salvación no es el judío que cumple la Ley, sino el gentil que cree sin obras. La Iglesia, guiada por el Espíritu, confiesa públicamente que la fe en Cristo es el único medio de salvación para todo ser humano.


4. El significado redentivo: del hecho histórico a la verdad teológica


El Concilio de Jerusalén es más que un episodio; es una epifanía doctrinal.Lo que en Hechos se expresa como consenso pastoral, en Gálatas y Romanos se desarrollará como doctrina sistemática.Pablo, al escribir poco después, mostrará que este principio no era nuevo, sino eterno: Abraham fue justificado por la fe antes de la Ley (Gál. 3:6–9; Rom. 4:1–5).La controversia en Jerusalén fue el catalizador providencial para que el Espíritu llevara a la Iglesia a redescubrir el método inmutable de Dios:

“El justo vivirá por la fe.” (Hab. 2:4; Rom. 1:17)

Así, lo que comenzó como una discusión sobre ritos mosaicos se convirtió en la confesión de una verdad universal: Dios salva solo por gracia, mediante la fe, en Cristo solamente.


5. El legado: la primera Reforma


Podría decirse que el Concilio de Jerusalén fue la primera Reforma, no porque cambiara la fe, sino porque la protegió de su corrupción natural.Cada generación de creyentes necesita volver a ese momento para recordar que la tentación de añadir algo a Cristo nunca muere: adopta nuevas formas, nuevos lenguajes, nuevas justificaciones.Pero el principio permanece:

Si Cristo no basta, nada basta.

El Evangelio no crece por añadidura, sino por profundidad.Y el mismo Espíritu que habló por Pedro, Pablo y Jacobo sigue recordándonos hoy que la Iglesia no fue llamada a administrar la gracia, sino a predicar al que la encarna.



III. De Jerusalén al Canon: Una Sola Voz, Múltiples Tonos


El Espíritu Santo no inspiró un tratado de teología sistemática, sino una historia redentiva que desemboca en doctrina.Lo que en Hechos 15 se resolvió pastoralmente, el Espíritu lo desarrolló doctrinalmente a través de los escritos apostólicos.La Escritura, leída como una unidad orgánica, nos muestra que el principio confesado en Jerusalén —Cristo solo, por gracia sola, mediante la fe sola— se convierte en el hilo dorado que atraviesa todo el canon.


1. De la experiencia a la doctrina: Pedro, Pablo y Juan en una misma confesión


El testimonio de los apóstoles no es disonante, sino coral.Pedro proclama en Hechos que los corazones son purificados por la fe (Hch. 15:9);Pablo explica en Romanos que el justo vive por la fe sin las obras de la ley (Rom. 3:28);Juan concluye su evangelio declarando que “estas cosas se han escrito para que creáis... y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn. 20:31).


Cada uno, desde su ángulo, está afirmando la misma realidad: la salvación no se construye desde la tierra hacia el cielo, sino desde el cielo hacia la tierra.Dios no colabora con el hombre en su redención; la obra redentora es una dádiva consumada.Por eso, el mensaje apostólico no fue un “Cristo potencial”, sino un “Cristo eficaz”. El Evangelio no invita a completar lo que Cristo comenzó, sino a descansar en lo que Él terminó.


2. La justicia de Dios revelada: de la promesa a la imputación


En el corazón de la teología paulina está el concepto de “la justicia de Dios revelada” (Rom. 1:17).Pablo no describe una cualidad moral del creyente, sino una acción judicial de Dios:Él declara justo al impío (Rom. 4:5), no porque haya sido transformado, sino porque ha sido unido a Cristo por la fe.


La NPP —y toda lectura que reduzca la justificación a inclusión comunitaria— pasa por alto esta verdad forense.Para Pablo, la justificación no es la incorporación del gentil al pueblo del pacto, sino la absolución del pecador ante el tribunal divino.Israel fue elegido para mostrar el carácter de ese Dios que justifica por la fe, no por el linaje.Por eso, el argumento de Romanos 3–4 no es sociológico, sino soteriológico:la “ley de la fe” sustituye a la “ley de las obras”, no porque cambie la etnia, sino porque cambia el fundamento de toda esperanza humana.


El punto no es quién pertenece al pueblo de Dios, sino cómo alguien puede estar en paz con Dios.Y la respuesta, desde Abraham hasta nosotros, es una sola:

“Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia.” (Rom. 4:3)

Aquí se revela la esencia de Solus Christus: la justicia no se infunde, se imputa;no se logra, se recibe;no se distribuye por la Iglesia, sino que fluye directamente del Mediador al creyente.


3. La unidad del canon: de la tipología al cumplimiento


La Biblia entera es un movimiento de desplazamiento:del tipo al antitipo, del símbolo a la sustancia, del mediador humano al Mediador divino.Cada profeta, cada sacerdote, cada cordero sacrificado en el Antiguo Testamento apuntaba hacia uno solo: Cristo, el cumplimiento perfecto.


Por eso, Hebreos —la carta que mejor interpreta el drama del Antiguo Pacto— declara con precisión lapidaria:

“Y todo sacerdote se presenta cada día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios.” (Heb. 10:11–12)

El autor no está discutiendo ritos antiguos; está afirmando un principio eterno:toda mediación humana prolongada niega la suficiencia de la mediación divina consumada.Por eso la cruz no necesita ser actualizada, solo anunciada.El sacrificio de Cristo no se repite ni se reactiva: su eficacia es perpetua porque su persona es eterna.


4. La lógica trinitaria de la suficiencia


La fe reformada confiesa que la obra redentora no puede entenderse sino dentro de la economía trinitaria:el Padre decreta, el Hijo ejecuta, el Espíritu aplica.La gracia no pasa por intermediarios humanos, sino que fluye directamente del Dios trino al creyente.Esto no excluye la Iglesia, sino que la ubica en su lugar correcto: no como mediadora de la salvación, sino como fruto de ella.


Así se entiende la secuencia canónica:


  • En Hechos, la Iglesia nace del Evangelio, no lo produce.

  • En Romanos, la fe justifica al impío, no al colaborador.

  • En Efesios, la Iglesia es el cuerpo, no la cabeza.

  • En Hebreos, Cristo está sentado, no oficiando repetidamente.


La unidad de la Escritura es también la unidad de su mensaje:

Todo lo que el Padre quiso dar, lo dio en Cristo, y todo lo que Cristo ganó, lo aplica el Espíritu.

Ese es el corazón trinitario de Solus Christus: el Evangelio no es solo cristocéntrico, es teocéntrico.La gloria del Hijo consiste en llevarnos al Padre, no en delegar su obra a los hombres.



IV. La Reforma: Cuando la Iglesia Recordó que Cristo Basta


Cada vez que la Iglesia olvida que la mediación de Cristo es suficiente, surge una nueva forma de esclavitud espiritual.Durante siglos, el mensaje del Evangelio fue envuelto en una compleja red de sacramentos, méritos y penitencias. Roma no negaba a Cristo —lo proclamaba—, pero lo proclamaba como principio, no como plenitud.La cruz se volvió un canal de gracia administrado por la Iglesia, y no un acto consumado que ella debía anunciar.


El redescubrimiento reformado fue, por tanto, una resurrección teológica: la fe volvió a respirar el aire puro del Evangelio.Martín Lutero lo expresó con la claridad de quien ha sido liberado:

“Cristo no es un nuevo Moisés que exige, sino un nuevo Adán que otorga.”

1. El retorno a la suficiencia del Mediador


La Reforma no comenzó con un rechazo cultural, sino con una convicción exegética.Al estudiar Romanos y Gálatas, Lutero comprendió que la justicia de Dios no era un estándar que debía alcanzarse, sino un don que se recibe por la fe.Allí redescubrió el principio eterno que Pedro, Pablo y Jacobo habían defendido en Jerusalén:Dios justifica al impío, no al merecedor.


La duplex gratia de Calvino —justificación y santificación como dos gracias inseparables, pero distintas— fue la síntesis más fiel de la enseñanza apostólica:

“Cristo nos ha sido dado para justicia y para santificación” (1 Cor. 1:30).

Así, la Reforma restauró el orden del Evangelio:


  • La justificación es el fundamento;

  • la santificación, el fruto;

  • y ambas fluyen de una sola fuente: la unión con Cristo.


Esta doctrina no nació en el siglo XVI: fue el eco del mismo Espíritu que había guiado el Concilio de Jerusalén.Lo que en Hechos se discernió pastoralmente, en Wittenberg se confesó públicamente.


2. La autoridad que protege la suficiencia


Cuando Roma declaró que la gracia de Cristo debía pasar por la Iglesia, los reformadores respondieron con una convicción inquebrantable:

La autoridad de la Escritura existe para preservar la centralidad de Cristo.

La Biblia no es un fin en sí misma, sino el medio por el cual Cristo gobierna a su pueblo.Por eso Sola Scriptura no es una doctrina paralela a Solus Christus, sino su guardiana: la lámpara que conserva pura la luz del Mediador.Donde la Escritura deja de ser norma final, Cristo deja de ser el centro.

Calvino lo expresó con precisión:

“Así como el sol no necesita de una lámpara para brillar, Cristo no necesita de una Iglesia que le dé autoridad.”

La Palabra no sustituye a Cristo, lo revela; la Iglesia no administra la gracia, la proclama; la fe no colabora con la redención, la recibe.Toda la teología reformada es, en el fondo, una gran doxología a la suficiencia de Cristo.


3. La Reforma frente al neotradicionalismo contemporáneo


Hoy, el eco de Trento vuelve a escucharse en nuevas formas:la Nueva Perspectiva sobre Pablo, la Teología del Pacto Federal deformada, y el neotradicionalismo ecuménico comparten un mismo nervio teológico:Cristo más algo.Cristo más comunidad.Cristo más fidelidad.Cristo más sacramento.


Pero el resultado es siempre el mismo:cuando Cristo deja de ser suficiente, el creyente vuelve a depender de mediaciones humanas —sean institucionales o existenciales.

El catolicismo romano lo hace por la vía sacramental;el neotradicionalismo, por la vía histórica;el evangelicalismo, por la vía emocional.Pero en todos los casos, el Evangelio se desplaza del indicativo de la gracia al imperativo de la cooperación.

La Reforma sigue respondiendo con la misma verdad que estremeció a Lutero ante Romanos 3:

“Concluimos, pues, que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley.” (v. 28)

Cristo no vino a facilitarnos la salvación, sino a realizarla.Él no nos mostró el camino: Él es el camino.Y su suficiencia no admite reemplazos, ni continuaciones, ni administradores.


4. La Reforma permanente: Cristo en el centro


Cada generación necesita redescubrir Solus Christus.No como consigna histórica, sino como acto de fidelidad teológica.El alma humana siempre buscará “colaborar” con Dios, pero el Evangelio siempre nos recordará que Dios no necesita ayudantes, sino adoradores.


Por eso la verdadera Reforma no termina en el siglo XVI; continúa cada vez que la Iglesia, tentada por la autosuficiencia, vuelve a escuchar la voz del Crucificado:

“Consumado es.”

Esa frase —una sola palabra en griego: Tetelestai— sigue siendo la confesión final de toda teología sana.Todo lo que el Padre planeó, el Hijo lo cumplió, y el Espíritu lo aplica.Nada falta.Nada sobra.Cristo basta.



V. De la suficiencia de Cristo a la universalidad de su mediación: Roma, la Reforma y la tentación del inclusivismo


El siglo XXI, con su ruido y su furia, no ha inventado nuevas herejías; simplemente ha vestido las antiguas con ropajes modernos. Uno de los puntos de quiebre más críticos para la Iglesia de hoy es la tentación del inclusivismo, esa idea pastoralmente seductora pero teológicamente letal de que la gracia de Dios es una especie de energía cósmica que opera independientemente de la proclamación del Evangelio. Dicho de otro modo, que Cristo salva incluso donde no es nombrado.


En este panorama, la Declaración Dominus Iesus (2000) de la Congregación para la Doctrina de la Fe se erige como un documento paradigmático. A primera vista, parece una defensa robusta de la exclusividad de Cristo. Sin embargo, un exégeta cuidadoso notará un desplazamiento sutil, casi imperceptible, pero con consecuencias devastadoras. Se pasa del Solus Christus de la Reforma a un Christus inclusivus, donde la mediación de Cristo, aunque única en su esencia, se vuelve una gracia canalizada y administrada por la institución romana.


El documento afirma con una ortodoxia impecable: “Jesucristo es el mediador único y universal de la salvación”. ¿Quién podría objetar? Pero el diablo, como siempre, está en los detalles. Inmediatamente se añade que esta mediación única opera fuera de los límites visibles de la Iglesia, pero siempre “en íntima relación con ella”.


¿Vemos el juego de manos? Es un doble movimiento glorioso en su astucia y trágico en su efecto. Se confiesa a Cristo como la única fuente, pero se presenta a la Iglesia romana como el único acueducto. El resultado es una soteriología que dice “Cristo solo”, pero que en la práctica predica “Cristo a través de nosotros”.


Cuadro 1. Contraste doctrinal: Dominus Iesus y Solus Christus

Tema

“Dominus Iesus” (Vaticano, 2000)

Doctrina Reformada (Solus Christus)

Efecto Teológico / Pastoral

Cristología

“Jesucristo es el mediador único y universal de la salvación” (DI 13).

“Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Tim. 2:5).

En apariencia coinciden; pero Roma entiende esta mediación como administrada por la Iglesia.

Mediación

La gracia “opera fuera de los límites visibles”, pero “en íntima relación con la Iglesia” (DI 20).

La mediación de Cristo es suficiente y directa: el creyente es unido a Cristo por el Espíritu mediante la fe.

Cristo es “único”, pero no “suficiente”: la Iglesia se convierte en canal obligatorio de su gracia.

Naturaleza de la Iglesia

“La Iglesia católica es el sacramento universal de salvación” (DI 16).

La Iglesia es cuerpo de Cristo, testigo de su gracia, no mediadora de ella.

Roma convierte a la Iglesia en mediadora secundaria; la Reforma la mantiene como servidora y testigo.

Alcance de la gracia

Los no católicos pueden recibir gracia “procedente de la plenitud confiada a la Iglesia” (DI 22).

La gracia fluye de la soberanía del Espíritu (Jn 3:8; Rom. 9:16), no de un depósito eclesial.

La gracia se somete a un principio de derivación institucional.

Evangelización y misión

La gracia puede actuar donde no llega la predicación (DI 20–22).

“La fe viene por el oír… la palabra de Cristo” (Rom. 10:17).

Se diluye la urgencia misionera: si la gracia ya obra “fuera”, el Evangelio se relativiza.

Relación con otras religiones

Otras religiones pueden “participar” del misterio de Cristo.

Sólo Cristo reconcilia; las religiones son intentos humanos (Hch. 4:12).

Inclusivismo práctico: Cristo sí, pero también los demás.

Soteriología

La salvación puede darse “fuera de los medios visibles”, por la gracia “que proviene de Cristo por su Espíritu y la Iglesia” (DI 22).

La salvación es por gracia, mediante la fe sola, en virtud de la justicia imputada de Cristo.

Cristo deja de ser fin suficiente y se vuelve origen remoto de un proceso eclesiástico.

Síntesis final

“Cristo es único mediador, pero su mediación actúa en y por la Iglesia católica.”

“Cristo es único y suficiente Mediador; su gracia obra por el Espíritu, no por un sistema.”

Roma proclama “Cristo a través de nosotros”; la Reforma confiesa “Cristo con nosotros, por nosotros, en nosotros.”


2. El problema teológico de fondo


El error fundamental de Dominus Iesus no reside en su cristología, que se mantiene formalmente calcedoniana, sino en su soteriología mediada. Cristo es presentado como único en su Ser, pero no como suficiente en su obrar. Su gracia no irrumpe en el corazón del pecador por la obra soberana y directa del Espíritu Santo, sino que debe pasar por el peaje sacramental de la Iglesia.


La teología reformada, arraigada en la revelación completa de las Escrituras, traza una línea inquebrantable en este punto. La gracia no se distribuye como si fuera un bien eclesiástico; la gracia se comunica divinamente. El Espíritu Santo, el Vicarius Christi, une al creyente directamente a la persona de Cristo. En esa unión bendita, todo lo que es de Cristo se hace nuestro por la fe.


Aquí yace el dulce trato del Evangelio. La fe salvadora no es un mero asentimiento a un sistema (notitia y assensus), sino una confianza personal y total (fiducia) en la persona y obra del Mediador. No necesitamos un mediador que nos lleve al Mediador. El velo del templo se rasgó de arriba abajo, y el acceso a la presencia de Jehová es directo, por la sangre del Cordero.


El modelo romano, en cambio, reinstala subrepticiamente una estructura sacerdotal del antiguo pacto. La Iglesia se convierte en administradora de la salvación, un “sacramento universal”, un conducto necesario. Esto, en la práctica, anula la inmediatez de la obra del Espíritu y convierte la libertad del Evangelio en una nueva forma de dependencia institucional.


Cuadro 2. Cristo “a través de nosotros” vs. Cristo “con nosotros”

Aspecto

Modelo Romano (Cristo a través de nosotros)

Modelo Reformado (Cristo con nosotros)

Mediador

Cristo actúa mediante la Iglesia.

Cristo actúa por medio del Espíritu en el creyente.

Gracia

Canalizada sacramentalmente.

Comunicada espiritualmente.

Fe

Asentimiento cooperativo con la Iglesia.

Confianza personal en Cristo, don del Espíritu.

Iglesia

Administradora de salvación.

Comunidad redimida y testigo.

Sacramentos

Vehículos necesarios de gracia.

Sellos y testimonios de una gracia ya recibida.

Seguridad

Mediación condicionada a la pertenencia institucional.

Mediación asegurada por la unión con Cristo.

Resultado

Dependencia eclesiológica.

Libertad filial y descanso en la suficiencia de Cristo.

3. Consecuencias teológicas y pastorales


¿Cuál es el impacto de esta visión en la vida de la Iglesia? Profundo y devastador. Si la gracia de Cristo ya opera “por caminos desconocidos” y en “íntima relación” con una institución visible, incluso donde el Evangelio no ha sido predicado, ¿cuál es la urgencia de la Gran Comisión?


La urgencia se evapora. La misión se convierte en un diálogo cultural en lugar de una proclamación de vida o muerte. Esta es la raíz de la anemia catequética que aflige a tantas iglesias: se pierde el filo del Evangelio. Si todos los caminos religiosos “participan” del misterio de Cristo, como sugiere el inclusivismo, entonces el mandato de Pablo se vuelve una sugerencia piadosa, no un imperativo divino: “¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído?”.

Cristo no nos ordenó administrar su presencia; nos mandó a proclamar Su Palabra. La universalidad del Evangelio no reside en una vaguedad sentimental, sino en la certeza poderosa de su suficiencia para todo aquel que cree.


Conclusión: Cristo Basta


Al final, cada generación enfrenta la misma tentación, aunque con un rostro distinto: reemplazar la suficiencia absoluta del Mediador por la cooperación necesaria del hombre o su institución. Sea por el sacramentalismo de Roma o por el sentimentalismo del liberalismo, el resultado es el mismo: se despoja a Cristo de Su gloria única.

La respuesta bíblica, apostólica y reformada resuena con una claridad que atraviesa los siglos:

“Porque en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis completos en Él” (Col. 2:9–10).

Completos en Él. No en una iglesia. No en una experiencia. No en nuestros méritos. Solo y completamente en Cristo.

El cristiano que descansa en esta verdad encuentra una paz que el mundo no puede dar ni quitar. La Iglesia que confiesa esto tiene un mensaje digno de ser proclamado hasta los confines de la tierra. Porque nuestro Dios no es un Dios distante que necesita mediadores humanos; es un Dios que condescendió, se hizo hombre y habitó entre nosotros.


Él es Dios con nosotros, no Dios a través de un sistema. Por eso, y solo por eso, Solus Christus no es un lema de museo, sino el latido vivo de una fe que ha encontrado su todo en Él.






 
 
 

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