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Roma no ha cambiado. El Evangelio tampoco.


En estos días, muchos hablan con respeto e incluso con admiración sobre la figura del Papa Francisco. Algunos lo describen como un hombre humilde, otros como un reformador, y no pocos como un símbolo de esperanza para el mundo.


Pero nosotros, como iglesia del Señor Jesucristo, no evaluamos según la apariencia ni el discurso humano. Evaluamos a la luz del Evangelio eterno, revelado en las Escrituras y confesado fielmente por la Iglesia reformada.


Y a la luz del Evangelio, debemos decirlo con claridad: Roma no ha cambiado.



1. Roma sigue negando la suficiencia de Cristo


El Papa Francisco habló mucho de misericordia, pero sin el llamado al arrepentimiento y a la fe en Jesucristo. Dio gestos de unidad, pero sin la verdad del Evangelio. Ofreció inclusión, pero sin regeneración.


La Iglesia de Roma sigue enseñando que la gracia llega a través de sus sacramentos, no solo por la fe (cf. Rom. 3:28). Que el perdón se administra por sacerdotes humanos, no por la obra perfecta de Cristo (Heb. 7:25). Y que en cada misa se ofrece de nuevo a Cristo como sacrificio, en vez de descansar en su obra consumada (Heb. 10:14).


Eso no es el evangelio. Es una perversión peligrosa (Gál. 1:6–9).



2. Roma sigue usurpando el trono de Cristo


El Papa continúa siendo llamado “el Santo Padre”, “el Vicario de Cristo”, “la Cabeza visible de la Iglesia”. Pero la Palabra de Dios es clara:


“Uno es vuestro Padre… uno es vuestro Maestro, el Cristo” (Mt. 23:8–10).
“Cristo es la cabeza del cuerpo, que es la iglesia” (Col. 1:18).
“Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Tim. 2:5).

Por eso nuestros padres en la fe, con dolor y firmeza, confesaron que el Papa no es un líder espiritual fiel, sino un falso cristo (Confesión de Westminster 25.6). Porque ha reemplazado el trono de Cristo con uno humano, y ha atado las conciencias con mandamientos de hombres.




3. La misa: no es adoración verdadera, es una abominación


La misa romana es presentada como “el sacrificio del altar”, ofrecido diariamente por los sacerdotes. Pero esto niega en la práctica que Cristo ya ofreció un sacrificio perfecto y suficiente, de una vez para siempre.


La Confesión de Westminster 29.2 lo dice con contundencia:

“En el sacrificio de la misa… se cometen abominables injurias contra Cristo, el único sacrificio por los pecados de los escogidos.”

Calvino la llamó “un altar del diablo” (Instituciones, IV.18.3), y Lutero declaró que es “la mayor de las abominaciones”, pues afirma que el hombre puede ofrecer a Cristo de nuevo.


“Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10:14).

Llamar a esto “la Cena del Señor” es como ofrecer pan envenenado y llamarlo alimento. Es idolatría. Es engaño. Es la mesa de los demonios (1 Cor. 10:21).




4. Roma no es una madre confundida. Es una falsa iglesia.


Sí, lo decimos con lágrimas, pero lo decimos: Roma no es una iglesia verdadera. Puede tener Biblia, cruz y bautismo. Pero ha negado el evangelio, ha perseguido a los fieles, y ha hecho de la gracia un negocio sacerdotal.


“Tienen apariencia de piedad, pero niegan la eficacia de ella” (2 Tim. 3:5).
“Salid de en medio de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados” (Ap. 18:4).

No podemos llamar hermana a una institución que niega la justificación por la fe y reemplaza a Cristo con un pontífice humano.




5. La Iglesia verdadera se mantiene firme en el Evangelio


No necesitamos un nuevo papa. Ya tenemos un Salvador eterno.

No necesitamos misas. Ya tenemos un sacrificio perfecto.

No necesitamos jerarquías. Ya tenemos al Espíritu Santo en cada creyente.


“Este, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable. Por lo cual puede salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios” (Heb. 7:24–25).

El Señor no ha dejado a su Iglesia sin pastor. Cristo vive y reina.



6. ¿Qué debemos hacer como iglesia?


No callar. No confundir. No ceder.

Muchos evangélicos hoy alaban a Roma, se acercan con ingenuidad, y hasta participan en sus ritos. Pero nosotros debemos ser fieles a Cristo.


  • Enseñemos a nuestros hijos que el Evangelio no es negociable.

  • Advirtamos a los nuevos creyentes que Roma no es una opción más.

  • Anunciemos con claridad que solo en Cristo hay salvación.

  • Oremos por la conversión de los católicos romanos, que necesitan oír el verdadero evangelio, así como nosotros lo recibimos por gracia.



Conclusión


La muerte de Francisco no cambia la verdad eterna. Roma sigue siendo Roma.

Pero el Evangelio sigue siendo el poder de Dios para salvación.

Y la Iglesia de Cristo —humilde, fiel, confesante— sigue proclamando a un Rey que no muere, a un Sacerdote que no cesa, y a un Evangelio que no se vende.


“No nos avergoncemos del Evangelio. No nos avergoncemos de Cristo. No nos unamos a una mesa de demonios (1 Cor. 10:21), sino a la mesa del Cordero.”
¡Roma no ha cambiado. Pero el Evangelio tampoco!

 
 
 

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